Comentario
Como señala R. S. López, "la abundancia del crédito y la variedad de las formas asociativas dieron a la revolución comercial la apertura y flexibilidad que habían faltado en el mundo antiguo. Partiendo a menudo de fórmulas romanas, bizantinas, islámicas o simplemente consuetudinarias, pero reelaborándolas ingeniosamente, los mercaderes de la Europa mediterránea hallaron contratos para todos los usos y gustos; posteriormente, y con técnicas más simples, los mercaderes septentrionales siguieron por este mismo camino".
Pero la actividad comercial no era algo asumido y cotidiano antes del siglo XIII, tal y como se demuestra con el hecho de que la representación de dicha actividad comienza a ser objeto de atención a partir, sobre todo, del siglo XIV, en la pintura, escultura e imaginería gótica, tanto como en la miniatura.
Hay que recordar, además, que ni el Derecho romano, recurrente desde el siglo XIII, reconocía intermediarios o representantes ejecutores en los negocios, ni el Derecho canónico permitía el préstamo lucrativo; aunque en el primer caso se arbitró la figura del procurador para cada negocio, permitiendo la transacción a distancia, y en el segundo se utilizaron fórmulas de camuflaje que se resarcían cuando el mercader que las había usado disponía en su testamento legados para la Iglesia en compensación a sus "malas artes".
Por otro lado, la utilización de la moneda constituía aún una situación infrecuente, pues los censos y derechos señoriales, así como las pechas reales, siguieron entregándose en especie proporcional a las cosechas. Por entonces la moneda era más objeto destinado a mostrar el poder político, la jurisdicción correspondiente o el certificado de regalía en la acuñación, pero apenas se usaba directamente en las transacciones, salvo en el caso de las grandes ferias y mercados de carácter internacional.
En los diversos tipos de contratos (comanda, compañía, etc.), se indicaba el valor en moneda comprometido por los inversores, pero no se trataba de moneda en metálico por lo general, manejando letras de cambio o créditos, lo que evitaba la necesaria disponibilidad de dinero liquido que no siempre era posible. Aparte de la moneda de oro procedente del mundo bizantino o del islámico, la oscilación de los precios y del valor monetario obligó a recurrir a la moneda de bronce, o a la de plata llamada "gros" y que equivalía al dinero primitivo. Finalmente algunas ciudades europeas de gran actividad mercantil crearon su propia moneda, tal y como sucedió con Génova, Florencia o Venecia en la segunda mitad del siglo XIII. En el caso del florín (de Florencia) creado en 1252, este se convirtió en la moneda de referencia pare los Estados europeos, que acuñaron igualmente sus propios florines, como por ejemplo la Corona de Aragón, potencia comercial mediterránea en contacto y rivalidad permanente con las ciudades-república italianas. Sin olvidar la multiplicidad de cecas urbanas, señoriales y principescas que distorsionaron continuamente el sistema monetario vigente y dificultaron los intercambios comerciales europeos.
A pesar de todo, hablar en los siglos XI y XII de la economía monetaria parece fuera de toda lógica, y acaso el gran cambio del mercader practicante de un sistema natural a otro ya monetario se inició definitivamente en el XIII. De hecho fue en esta centuria cuando se despertó un especial interés por la actividad minera que procuró a la larga un claro aumento de la circulación del metal; interés manifestado en una explotación más racional de los recursos y en un afán por encontrar nuevos filones en Centroeuropa y otras regiones continentales.
La penetración de la economía monetaria en el medio rural fue, no obstante, muy lenta y antes del XIII irregular, incluso en la resolución de los derechos señoriales, aunque se iniciara un retroceso de los censos en especie a favor de los monetarios. Más intensa fue la penetración de la moneda en los negocios comerciales, en los que los príncipes, las ciudades feriadas o los particulares tuvieron interés, requiriendo pare ello moneda de plata (gros) o de oro (florín) para estimular los negocios de los que unos y otros se beneficiaban. Así, junto al florín, aparece el escudo francés o el ducado de oro veneciano en la segunda mitad del XIV, a la vez que la moneda de oro bizantina o musulmana perdía su valor referencial en beneficio de las monedas europeas. Pero, como indica Le Goff, "el oro, como la moneda de dicho metal, es todavía un signo de prestigio y no tanto de riqueza". Es por ello por lo que las monarquías recogen en sus acuñaciones los símbolos propios de la dinastía o de la protección divina (las flores de lis o el triunfo de Cristo) y las ciudades sus santos benefactores o su motivo identificador. Y es que la riqueza y el poder económico todavía no han superado en prestigio social e influencia política a la estirpe nobiliar, que tiene en el blasón y en la heráldica familiar los signos de su identidad y preeminencia.